Una pintura reciente de la artista Amy Sherald sobre la Estatua de la Libertad volvió a poner en el centro del debate público en Estados Unidos el significado de ese emblema nacional. La obra, que reinterpreta a la figura clásica desde una mirada contemporánea y racializada, ha generado reacciones encontradas y ha reabierto discusiones históricas sobre libertad, exclusión y memoria colectiva.
La imagen de la Estatua de la Libertad —con su corona de puntas y la lámpara alzada— forma parte del imaginario de bienvenida y libertad que Estados Unidos ha proyectado desde su inauguración en 1886. Sin embargo, desde sus primeros años la estatua ha sido objeto de lecturas contrapuestas: los versos de Emma Lazarus que hablan de “los cansados, los pobres” conviven con la realidad de exclusiones legales, raciales y socioeconómicas. Sherald introduce en su versión una tensión consciente entre esos símbolos radiantes y los grilletes que, según varios comentaristas, la estatua parece pisar, obligando a mirar aspectos menos celebratorios de la historia nacional.
La artista Amy Sherald, conocida por su retrato de Michelle Obama que la catapultó a la atención mediática, interviene ahora en un terreno que mezcla arte y política simbólica. Para críticos de arte y académicos consultados, su propuesta no busca demoler el símbolo, sino ampliar su interpretación: la Estatua de la Libertad puede ser a la vez faro y recordatorio de injusticias no resueltas. Por otro lado, sectores conservadores y algunos comentaristas han denunciado que la obra instrumentaliza un emblema patrio, y la polémica ha escalado en redes sociales y espacios de opinión cultural.
El episodio se inserta en un contexto más amplio de disputas sobre monumentos, curriculum escolar y símbolos públicos en EE. UU. Desde debates sobre estatuas confederadas hasta discusiones sobre qué figuras deben ser honradas en plazas y museos, la pugna por la narrativa histórica ha sido un rasgo definitorio de la llamada “guerra cultural”. En ese marco, cada reinterpretación artística puede convertirse en catalizador de tensiones políticas: museos, conservadores y activistas utilizan estas representaciones para plantear versiones contrapuestas de la nación.
Las implicaciones van más allá de la polémica estética. Para historiadores y activistas, la discusión contribuye a visibilizar historias silenciadas y a repensar políticas públicas relacionadas con educación cívica y memoria. Para los políticos y grupos culturales, en cambio, la disputa sobre símbolos nacionales tiene efectos concretos en campañas, donaciones y programación institucional.
En definitiva, la obra de Sherald demuestra que la Estatua de la Libertad no es unívoca: “su significado contiene multitudes”, como han señalado comentaristas, y seguirá siendo objeto de reinterpretaciones y confrontaciones. En tiempos de polarización, la estatua vuelve a mostrar que los símbolos nacionales son terrenos disputados donde convergen reivindicaciones de identidad, reclamos de justicia y proyectos de futuro.

